Mientras que los comía muy feliz pensé, ¿cómo me puede gustar tanto ésta fruta extremadamente ácida? La respuesta fue tan rápida como la pregunta en si. Es que, cuando como quinotos, me transporto instantáneamente a mi infancia. A la casa de mis abuelos. A mi mamá comiéndose la cáscara y dándome el interior super ácido. A los juegos. A los inviernos. A las fuentes llenas de ravioles de los domingos. Una hermosa melancolía de recuerdos y sensaciones.
En manos de mi madre, los quinotos pasaron a ser dulce. En su nueva forma volvieron a generarme esa agradable sentimiento, pero esta vez tenía más que ver con los mimos de mi mamá, su gusto por cocinar cosas ricas los días de frío y con esa calidez del hogar.
Con toda la significancia que tenían ahora para mi esos frascos de dulce, recién hecho y todavía tibio, casi lo obligue a mi amigo a que se lleve uno. No le estaba simplemente compartiendo el dulce, le estaba queriendo regalar un poquito de mi infancia enfrascada.